ALFA Y OMEGA
ARMANDO JUAREZ BECERRA
Allá en mi pueblo, en mi lejana infancia, con un grupo de amigos corrimos una serie de aventuras que en momentos que ahora valoro, fueron tan peligrosas que algunas estuvieron a punto de causarnos la muerte, lo que afortunadamente no sucedió, pero sí, varios sacaron visibles cicatrices en ciertos lances de gran valentía.
Existía, no sé si todavía, a unos diez kilómetros fuera del pueblo, un enorme monte de pitayos, como de un kilómetro de diámetro, llamado con toda propiedad El Pitayal, a donde el grupo de púberes íbamos a cortar chile del monte, muy estimado en las cocinas maternas.
La mata del chile montano, llamado también piquín, se daba por grandes cantidades al pie de cada pitayo, pero nosotros no sabíamos que debajo de la mata, solía enroscarse la víbora de cascabel, en espera de los pájaros que se alimentaban con el fruto.
Poncho Damiani, uno de los más temerarios del grupo, pero a quien le fallaba el sentido del oído, cierto día metía con singular entusiasmo su mano para cortar la mayor cantidad de chile, sin darse cuenta de que debajo de la mata se encontraba el terrible ofidio cascabelero.
Fue otro del grupo, Roberto Valdez, quien escuchó el cascabel de la muerte y se percató plenamente de la situación y sin esperar a nada, se abalanzó sobre Poncho y al estilo del tacleo en el futbol americano, lo alejó del peligro, cuando ya la víbora, alertada por el ruido, se alejó arrastrando su venenosa humanidad hacia lo tupido del monte.
En otra ocasión, fuimos a una cueva cercana en un cerro bastante elevado donde para entrar teníamos que bajar por una especie de pozo, como los de los cenotes, pero sin agua, escarpado y pedregoso, operación que nos llevó algo así como una hora.
Ya en su interior, comenzamos a recorrer parte de la cueva ayudándonos con linternas ferrocarrileras que algunos tenían en sus casas, pero llevaríamos unos mil metros de avance cuando allá en el fondo de la cueva alcanzamos a ver una especie de figura humana en ropa desgarrada, alta, como de dos metros y fracción; a todos nos pareció que estiraba sus brazos como para recibirnos o para atraparnos.
En ese entonces no hubo valientes, todos nos dimos la vuelta y como pudimos corrimos hacia el hoyo de salida y contrario a cuando bajamos, lo subimos en menos de cinco minutos. Llegamos a la superficie todos rasguñados, como trepaderos de mapache y con el corazón latiendo a toda su capacidad.
No hubo daños, afortunadamente, salvo el susto que según supimos después, fue motivo de una práctica de barrido con albahaca a dos o tres de nosotros.
Hoy, en el balance de mi pasada infancia, me doy cuenta de que Dios y sus ángeles celestiales estuvieron con nosotros en esas y otras muchas, muchas aventuras que dejaron marcadas para siempre lo que se han convertido en vivencias del alma.
Veo en retrospectiva que seres alados desde entonces me han guardado y cuidado, porque aquí estoy, narrando lo que en un momento pudo haber sido mi despedida de este mundo.
Y puedo decir, que lo que entonces fue don de la inocencia, hoy es profunda Fe en el poder espiritual de Dios, fuerza que me sostiene y me cuida de los peligros de mi tiempo.
P.D.- Suerte te de Dios; de lo demás nada te importe.